jueves, 28 de febrero de 2013

LA ACOGIDA

Hay mucha gente desgraciada en este mundo, unos más que otros, y, aquéllos a los que les ofrecen el mundo entero, resultan ser los que más se quejan.
 
Y ahí estaba él, un niño ligeramente mimado, al que le daban todo lo que pedía y del cual el nombre no nos resulta información sustancial. Porque a cada nuevo día que llegaba, nueva queja le aparecía, y todo eran cosas mínimas. Quizá un día no le gustaba cómo le quedaba el pelo, quizá al siguiente se le había quedado el móvil sin batería. Y es que todo eran quejas sin sentido de las que hacía unos grandes problemas.
 
Y, un día, en una de sus quejas grandiosas, esta vez, porque el bocadillo que le acababan de vender tenía unos mililitros más de mayonesa de la que él quería -sí, “ligeramente” mimado-, un chico lo llamó, justo al ir a tirarlo. El chico estaba muy delgado, aparentaba ser de su edad, parecía estar hambriento, muy hambriento, y, sí, lo estaba. En sus ojos se veía el dolor de la calle, de la soledad, de un duro sufrimiento que resultó ser el padecimiento de numerosos e inacabables años.
 
Al ver que nuestro protagonista quería tirar tan valiosa comida, fue a pedírsela tan amablemente como pudo. Él, tal y como le fue enseñado, hizo caso omiso de alguien a un nivel “inferior” al suyo y tiró la comida. El mendigo, desfalleciendo, le echó una última mirada de pena -que en años no volvería a ver- sin enfadarse, porque apenas le quedaban fuerzas para ello.
 
Tras un año y poco tiempo más, el “aristócrata” sí tenía de qué quejarse. Y lo hizo. Tras un negocio fallido de su madre y un fraude por parte de su padre, quedaron endeudados. No había posibilidad alguna de escapar de la deuda, estaba todo perdido, todo embargado, los padres en la cárcel y el chico en un orfelinato.
 
Él se mostraba agresivo ante todo y ante todos, su mentalidad le hacía creer que estaba posicionado a un nivel superior, y que el resto debía servirle. Todo lo consideraba malo para sí, algo “cutre” a lo que él jamás se rebajaría. Pasaban los días y cada vez se ponía más nervioso. Pasaban los días y cada vez los trabajadores tenían menos esperanza en él.
 
Y, en una de estas, escapó. Corrió de noche, quizá fueran las dos de la madrugada, quizá las cinco. Nadie lo supo, nadie se dio cuenta, pero, a la par, a nadie le importó. ¿Lo buscaron? Sí. ¿Lo añoraron? No. Ahí todos fueron una gran familia, excepto él, quien, durante cinco largos e interminables meses, se convirtió en la oveja negra del conjunto.
 
En una de las noches en las que vagaba por su antigua ciudad, llegó al mismo lugar en el que estuvo un tiempo atrás, aquél en el que encontró a un chaval que se encontraba en la misma situación en la que estaba él en ese momento, aquel chaval del que hizo caso omiso.
 
Y, al rato, salió alguien de la tienda con un bocadillo. Del hambre que tenía, comprendió que debía rebajarse e ir a pedir comida en algún lado. Así que se acercó a aquél que salió de la tienda. Era el chaval, aquel chaval del que hizo caso omiso. Ya no había pena en sus ojos, era alguien nuevo. Ya no parecía hambriento, digamos que era un señorito. Pero la humildad seguía en su interior. Nuestro protagonista lo recordaba; recordaba su rostro, en otro tiempo, hambriento; recordaba su mirada, en otro tiempo, de pena; recordaba que él no le cedió su comida. El chico, sí.
 
El chico también lo recordaba; recordaba el momento en el que tiró su bocadillo; recordaba que, segundos después, comenzó a reír. Pero no le importó. Él sabía su situación, él vivió esa situación, y dio gracias por siempre por la oportunidad que se le brindó tres meses antes, cuando una pareja con dos hijos pequeños lo acogió como buena obra. Y, así, le pidió que lo acompañara hasta su casa. No podía darle la vida que tenía antes, la vida que deseaba, pero podía darle un hogar.
 
Y llegaron. Se pararon frente a una gran casa azul con una bonita valla blanca. Nuestro aristócrata quedó impresionado ante los marcos de las ventanas, ante la majestuosidad con la que había sido construida la casa, ante el amplio y cuidado jardín que se abría por detrás…
 
Quedó tan impresionado como el primer día que la vio, cuando sus padres la compraron nueve años atrás.
 
Al entrar, los padres adoptivos no discutieron nada, no preguntaron, ni se extrañaron. Sólo sonrieron y dijeron: “bienvenido”.
 
NOTA: los valores morales que pretendo mostrar son: la solidaridad y la empatía. Éstos se muestran en los párrafos número nueve y número diez; empatía, cuando se apiada del protagonista y siente lo que él, y lo que él mismo sintió tiempo atrás; solidaridad, cuando le ayuda a adentrarse en una nueva vida, cuando lo acoge para poder volver a empezar y olvidar el suplicio vivido en las calles.

viernes, 1 de febrero de 2013

TRADICIONES PARA TODOS

Hay tantas tradiciones de tantas culturas distintas que podemos encontrar en el mundo… Miles de tradiciones conocidas y sin conocer, aceptadas y sin aceptar, comprendidas y sin comprender. Y aquí va la reflexión de hoy que atañe a todo esto: ¿deben aceptarse cada una de las tradiciones que vayamos a encontrar? Vale. Por mi parte, procuro respetar las tradiciones de cada cual, puesto que no soy quién para juzgar las costumbres que cada uno tiene. Claro está que no todas las entiendo, que incluso me puedan resultar totalmente inmorales, pero, si quiero que respeten mis tradiciones, deberé respetar yo las del resto (siempre y cuando no infrinjan la ley en ningún lugar. Todos de acuerdo en esto, ¿no? Y ahora es cuando todos decís “síííí” al unísono).

Sigamos con un ejemplo: aquí, en España, hay una tradición muy típica con la que cualquiera nos relaciona, una tradición que desde hace mucho tiempo es practicada y que yo aborrezco inmensamente. Esto son las corridas de toros. “Qué guay… Soy un torero que mata toros, y me da igual mi vida porque me vitorean. ¡Qué guay…!”. Ya. A la inmensa mayoría de españoles les parece algo normal, incluso divertido. Pero, si vamos a algún lugar recóndito que desconozca completamente todo esto, es muy probable que no entiendan la gracia de la tradición y que no la acepten, al igual que un español amante de las corridas de toros no aceptaría ni comprendería sus tradiciones.

Con todo esto, quiero llegar a la conclusión de que, según nuestro entorno y lo que nos haya sido inculcado, cada uno tiene sus propias tradiciones y su propia definición de “costumbre moral”, y quiere que esas costumbres sean aceptadas. Por lo tanto, sí, dentro de lo que cabe, habría que respetar las tradiciones del resto al igual que ellos deben respetar  las nuestras.